Época: Islam
Inicio: Año 1 A. C.
Fin: Año 1 D.C.




Comentario

El Imperio turco logró durante el Quinientos su máximo esplendor, en un dominio que se extendió por tres Continentes (Europa, Asia, África). La creación de este vastísimo conjunto territorial no se produjo por motivos de herencia, enlaces matrimoniales o relaciones dinásticas, sino pura y simplemente por efecto de conquistas que, iniciadas en el Medievo, se continuaron a lo largo de varios siglos hasta alcanzar su mayor extensión en el siglo XVII. Originarios del Asia Central, los turcos otomanos se establecieron en la península de Anatolia a raíz de la destrucción, a fines del siglo XIII por los mongoles de Gengis Khan, del que hasta entonces había sido el primitivo imperio de los turcos selyúcidas. En poco tiempo la belicosa tribu de los turcos otomanos, ya asentada tras su marcha hacia el Oeste, se apoderó de núcleos importantes en el Asia Menor, volcando su esfuerzo a continuación contra los grupos eslavos balcánicos. Ya a finales del XIV habían penetrado en Europa, derrotado a búlgaros, servios y albaneses (batalla de Kosovo en 1389), ocupado la zona griega (toma de Atenas en 1397) y puesto cerco a Constantinopla, capital de lo que quedaba del ya casi desaparecido Imperio Bizantino. Superado en los primeros años del siglo XV el peligro que supuso en la propia península de Anatolia la presencia otra vez de los mongoles, el sultán Mohamed I (1413-1421) logró consolidar el Reino otomano. Renovado impulso le dio su hijo, Murad II (1421-1451), sometiendo a casi toda la península de los Balcanes. Con su prolongada estancia en el poder establecería una característica que se repetiría con frecuencia en el transcurso de esta época de avance otomano, siempre en beneficio de la estabilidad del Imperio, pues la mayor parte de los sultanes que le sucederían gozaron de dilatados periodos de mandato. Prueba de ello fueron las tres décadas del gobierno (casi idéntica duración a la de su padre) de Mohamed II (1451-1481), iniciadas con una de las conquistas más conocidas de la historia: la toma de Constantinopla en 1453. Caía así el último baluarte del Imperio Romano de Oriente, lo que suponía además un notable triunfo de la ley coránica, del credo musulmán, con lo que ello significaba de pérdida para el Cristianismo occidental.
Murad II había sido el creador de esa fuerza incontenible de las llamadas tropas nuevas, de los jenízaros; su hijo supo sacarle un notable rendimiento convirtiéndola en eficaz instrumento de su política de conquista. Los éxitos de Mohamed II fueron repetidos y destacados: en 1456 ocuparía Belgrado, aunque de forma provisional; en 1460 le tocó el turno a Morea y a las islas todavía defendidas por los griegos; en 1463 el ejército otomano destruyó el Reino de Bosnia; en 1468 fueron los albaneses los que definitivamente tuvieron que rendirse; en 1480 ocurrió la tan temida por Occidente penetración en Italia con la toma de Otranto que amenazaba directamente a Venecia y al Papado. Hacia el Este los triunfos no fueron menos llamativos: ocupación de Trebisonda en 1461 y de Crimea en 1479.

Tanto Murad II como Mohamed II fueron al parecer hábiles políticos dotados de gran decisión y firmeza en sus planteamientos ofensivos, que no estaban reñidas con una relativa actitud tolerante hacia los vencidos, que incluía el respeto a las ideas religiosas distintas, lo que supuso un elemento práctico a la hora de la aceptación de su autoridad y al mantenimiento de sus conquistas, sin olvidar a este respecto la clara supremacía militar que las garantizaba. Estando totalmente volcada hacia las empresas exteriores, la destacada y sobresaliente personalidad de Mohamed II vio truncada su existencia, próxima a los cincuenta años de edad, por los efectos de un medicamento, o tal vez de un veneno, que el médico real le suministró al caer enfermo cuando personalmente dirigía un asalto contra la fortaleza de Rodas. Una muerte anormal para una vida no menos extraordinaria.

La sucesión en el sultanato solía traer problemas familiares internos al no estar estrictamente reglamentada la línea hereditaria y al presentarse en ocasiones, debido a la costumbre de la poligamia, varios candidatos, hijos del sultán pero de distintas madres. Ello producía frecuentes intrigas cortesanas cuando se aproximaba la hora de un relevo en el mando supremo, aspiraciones de poder, a veces en vida del sultán, entre los mejor situados, y amenazas representadas por los aspirantes frustrados que el heredero finalmente elegido solía cortar a menudo de forma drástica decretando el destierro o la muerte de los excluidos para la sucesión.

Mientras el Estado otomano se mantuvo fuerte, compacto y bien administrado, contando además con figuras destacadas que ocuparon el sultanato durante buena parte de los siglos XV y XVI, los elementos desestabilizadores pudieron ser contrarrestados con eficacia, pero éstos se dejarían sentir con una mayor incidencia sobre la cúspide del poder soberano una vez iniciada la inflexión hacia el estancamiento y el agotamiento expansivo, factores éstos que no se darían hasta finales del siglo XVI, y aun así de forma relativa. No obstante, los riesgos de inestabilidad no habían estado ausentes en la etapa del crecimiento imperial, pudiéndose ello comprobar en las maquinaciones habidas contra el gran Mohamed II por parte de su propio hijo Bayaceto, al que algunos acusaron de haber propiciado su muerte por envenenamiento, o en la actitud de éste hacia su hermano menor y rival, Yem, del que se desembarazó primero derrotándole militarmente con ayuda del ejército y posteriormente teniéndole alejado de la Corte hasta que acabó siendo víctima del juego diplomático.

Como sultán, Bayaceto II (1481-1512) fue bien distinto a su padre. Poco dado a las empresas de conquista, mantuvo una política menos activa hacia el exterior, a pesar de lo cual bajo la presión de los dirigentes jenízaros tuvo que iniciar algunas tentativas para obtener nuevos dominios, de las que resultaría la toma del principado de Moldavia en 1504. Más relevante fue su política financiera y de acumulación de riquezas, que serviría para dotar al aparato del Estado de mayores recursos, pronto utilizados por su sucesor para relanzar el avance otomano. De todas formas, la extensión del Imperio turco era ya muy considerable antes de producirse los renovados afanes expansionistas del Quinientos. Partiendo de los límites iniciales que tenía a comienzos del siglo XV, fundamentalmente de la zona turco-europea y de la parte sur de los Balcanes, a lo largo de esta centuria su ampliación fue notable, terminando por abarcar toda la península balcánica, incluidas Serbia, Bosnia y Albania, muchas islas del Egeo, Crimea, el sur de Rusia, Asia Menor, el Mediterráneo oriental y el mar Negro.

A este vasto espacio Selim I (1512-1520) añadió con sus conquistas de Siria en 1516 y Egipto en 1517 nuevos territorios de alto valor estratégico, pero también de enorme significación económica (participación en el tráfico del oro y de esclavos africanos, acercamiento a la ruta de las especias, aprovechamiento del trigo y del arroz de la zona para abastecer al centro del Imperio) y religiosa al ser reconocido el sultán como califa, recibiendo por lo demás las llaves de la Kaaba. Si la toma de Constantinopla por Mohamed II supuso acabar con el último reducto cristiano más representativo de Oriente y le permitió ostentar el título de emperador, ahora, con el sometimiento de los mamelucos de Egipto, la obtención de la categoría de califa le supuso a Selim I la dignidad de supremo jefe de todos los creyentes musulmanes, lo que le otorgaba una impresionante autoridad. Sultán, emperador y califa, o lo que era lo mismo, el caudillaje militar, señorial y religioso se unían en una sola persona, dotándola de excepcionales poderes. A la altura de 1517 Selim I era tal vez el hombre más sobresaliente del mundo conocido por los europeos.

Pero todavía quedaba por llegar el gran momento de madurez del Imperio otomano, que correspondería al largo reinado de Solimán II el Magno (1520-1566). Con él la potencia imperial otomana lograría su apogeo y el máximo de su poderío. En los primeros años de su mandato ya demostró la fuerza de su empuje, orientando su política hacia una mayor penetración en el Continente europeo hasta llegar a las puertas de Viena, con todo lo que ello suponía de temor para el Occidente cristiano. Una serie de hitos importantes jalonaron su marcha victoriosa en dirección al corazón de Europa: conquista de Belgrado en 1521; rendición de los Caballeros Hospitalarios de San Juan y toma de Rodas en 1522; desaparición del Reino de Hungría como entidad independiente tras la batalla de Mohacs en 1526, donde encontraría la muerte su rey Luis II, pasando la mayor parte del territorio húngaro a estar bajo la soberanía del poder turco, que también tuteló al trono magiar recién ocupado por el que había sido el candidato de los otomanos, Juan Zapolya, una vez aceptado por éste el vasallaje a Solimán. En 1529 se produjo un primer asedio a Viena, repetido años después, en 1532, con un intento de invasión turca de las tierras austriacas, pero el desastre para los Habsburgo no llegaría a producirse, resistiendo la capital la ofensiva turca.

Sin poder superar esta barrera centroeuropea, el ejército del gran sultán se volcó en la dirección opuesta, conquistando Bagdad y Mesopotamia en 1536, continuando dos años después su avance hacia la India. La década de los cuarenta ofreció asimismo destacados acontecimientos para el Imperio, como fueron la anexión del sometido Reino húngaro a la muerte, en 1541, del ya citado Zapolya; el mayor dominio alcanzado sobre los siempre odiados rivales persas al producirse, en 1543, la renuncia del último rey abasí, o la aceptación de una especie de vasallaje por parte de Fernando de Austria consistente en el pago de un tributo anual que la Monarquía de los Habsburgo debía satisfacer al califa otomano. Precisamente la negativa a efectuar esta imposición parte de Maximiliano II de Austria, ocasionaría indirectamente la muerte de Solimán, ya que éste moriría al lanzar un asalto contra Sigetz como respuesta a dicha actitud, la cual se modificaría de nuevo, ya bajo el gobierno de Selim II (1566-1574), al firmarse la paz de Andrianópolis (1568) y volver los Habsburgo a satisfacer la imposición anual al Imperio turco.

El mandato de Selim II fue corto pero lleno de trascendencia, pues a mitad de su reinado, tras arrebatar Chipre a los venecianos en 1570, tuvo lugar la famosa batalla de Lepanto (1571), que frenaría las incursiones marítimas de la flota turca hacia el Mediterráneo occidental, pero que no supuso ni mucho menos la quiebra del poder otomano. Éste, por contra, siguió pujante en el transcurso de los siguientes reinados de Amurates III (1574-1595), Mohamed III (15951603) y Ahmed I (1603-1617), durante los cuales el imperio otomano conservó y consolidó aún más si cabe sus fronteras en Europa, Asia y África. La decadencia del poder turco tardaría todavía algún tiempo en llegar, a pesar de que los problemas internos estaban siendo cada vez más frecuentes e intensos, sucediéndose las intrigas en el serrallo y faltando figuras de la talla de Mohamed II o Solimán al frente del sultanato.

En el siglo XVIII comenzó la decadencia del otrora poderoso Imperio otomano, motivada -entre otras razones- por la incapacidad de los califas para mantener sujeto y bien administrado un territorio tan vasto como heterogéneo. Las luchas por el poder, las intrigas palaciegas y el papel intervencionista creciente del cuerpo de los jenízaros fueron causa de no pocos problemas. Por si fuera poco, la cada vez mayor pujanza de las naciones cristianas europeas obliga a firmar tratados en condiciones precarias, que implican sucesivas pérdidas territoriales. En 1699 la paz de Karlowitz hace perder a los turcos Hungría, Dalmacia, Morelia y Podolia; un año más tarde, la paz de Constantinopla significa desprenderse de Asov, que se recuperará entre 1711 y 1744; por último, de la paz de Pasarowitz (1717) resulta la pérdida del Banato, Valaquia y el norte de Serbia.

La decadencia del poder otomano en Europa continúa durante el siglo XIX y comienzos del XX. Grecia se independiza en 1829; entre 1861-66 consiguen ser autónomos Serbia y la futura Rumania; se crea el estado de Bulgaria, se cede Chipre al reino Unido (1878) y quedan libres Albania y Macedonia (1913).

En África, el Imperio otomano conserva una presencia más nominal que efectiva. En Argel, Túnez y Libia son los poderes locales quienes detentan el poder real; Egipto logró su independencia en 1848 tras el conflicto producido entre el pashá Muhammad Alí y el sultán.

El Imperio otomano tocó a su fin en 1924, cuando, después de la I Guerra Mundial, Mustafá Kemal Ataturk abolió el califato y fundó un moderno Estado laico.